Bartleby y compañía es un texto impregnado de literatura y dirigido a lectores impenitentes, capaces de sentir la fruición de una literatura sin fronteras, concebida como un inmenso campo de goce
Esta nueva obra de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) resulta difícilmente clasificable, lo que ya constituye una señal de originalidad; algo esperable, por otra parte, en un autor que no suele transitar por caminos trillados. Hay un levísimo andamiaje novelesco que sostiene todo lo demás: Marcelo, un oficinista contrahecho y solitario, que veinticinco años antes publicó un relato y a continuación renunció a seguir escribiendo, rastrea en la historia literaria y toma notas -lo que elabora es, según sus palabras, un “cuaderno de notas a pie de página”- acerca de múltiples autores que, en algún momento de su carrera, decidieron abandonarla, no escribir -o no publicar- y decir “no” a la literatura. Son los escritores aquejados del “síndrome de Bartleby”, acuñación sugerida por el personaje de un cuento memorable de Melville -el oscuro escribiente que jamás hace nada y que, ante cualquier petición, responde “preferiría no hacerlo”-, que perdura en la memoria del lector como prototipo de la inacción enfermiza. Marcelo se ha enfrascado en el estudio de ese “mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores, aun teniendo una conciencia literaria muy exigente [...], no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros y luego renuncien a la literatura” (pág. 12). A partir de aquí, este rastreo de la “literatura del NO” convierte Bartleby y Compañía en un ejemplo de metaliteratura. Un ejemplo paradójico y contradictorio: Marcelo no quiere escribir -como un Bartleby más-, pero al mismo tiempo redacta notas, a menudo extensas, sobre otros escritores que, en algún momento de su vida, decidieron hacer lo mismo. Así, la indagación constituye a la vez una reflexión acerca de la literatura y de lo que podría llamarse no-literatura.
Pero la pregunta por la interrupción de la actividad literaria acaba por conducir a la personalidad del creador. Nunca podremos averiguar la causa última de los silencios voluntarios de Rimbaud, Hart Crane, Rulfo, Pepín Bello o Julien Gracq si no sabemos qué fue la literatura para ellos. Los seres evocados acaban convirtiéndose en personajes problemáticos. Y cabría añadir casos españoles que aquí no se mencionan, como el silencio narrativo de Pérez de Ayala, que interrumpió su producción novelesca en 1926, aunque vivió hasta 1962. Existen también suspensiones dilatadas, como la de Sánchez Ferlosio tras El Jarama, o la de Daniel Sueiro entre Corte de corteza (1969) y Balada del Manzanares (1987). Y hay, además, sin salir del siglo XX, numerosos autores de una sola obra, no siempre insignificante.En Bartleby y Compañía, los escritores anotados por el narrador ofrecen a veces perfiles tan novelescos que parecen personajes de ficción. En algunos casos, la enigmática personalidad del autor, capaz de utilizar numerosos pseudónimos desorientadores e incluso de encubrir su aspecto físico -como sucede, por ejemplo, con B. Traven o con Thomas Pynchon-, es suficiente para conferirle un aura novelesca. En otros, Vila-Matas recrea escenas, vuelve a contar anécdotas -Maupassant-, historias sorprendentes -Marianne Jung- o introduce a su narrador en la acción, como ocurre en la relación con María Lima Mendes, en el súbito “descubrimiento” de Salinger en un autobús neoyorquino, en la visita a Julien Gracq, en la evocación de algunos retazos de la adolescencia escolar, que casi acaba por desgajarse del conjunto. Incluso hace que el narrador relate a su modo historias contadas por otros autores, como la de Paranoico Pérez, el singular personaje perseguido por una terrible fatalidad: cada vez que ha planeado cuidadosamente un libro y está a punto de escribirlo, aparece una obra de Saramago que trata del mismo asunto e incluso tiene el título que paranoico Pérez había imaginado.
Bartleby y Compañía es un texto impregnado de literatura y dirigido a lectores impenitentes, capaces de sentir la fruición de la literatura; de una literatura sin fronteras, concebida como un inmenso campo de goce, exento de maleza académica y recorrido por un adicto apasionado, libre y desinhibido, cuya escala de valores -por fortuna- no obedece forzosamente a cánones ajenos, lo que le permite ironizar sobre Wittgenstein con la misma desenvoltura con que puede elogiar a Joseph Joubert. Pero, más allá del hilván bien trazado de datos oportunos y curiosos que hacen de la obra un embrión de monografía sobre la “escritura del No”, Bartleby y Compañía constituye la materialización metafórica en forma narrativa de algo que acaba imponiéndose con fuerza al lector. Esta historia del escribiente gris, del oficinista obsesionado por su deformidad física, ensimismado y kafkiano, que va aislándose progresivamente del mundo mientras recopila datos acerca de otros escritores que renunciaron como él a la escritura, busca la secreta solidaridad con otros seres, y trata de ensanchar así, pese a todo, el reducido ámbito de su existencia del único modo que le es dado hacerlo: insertando en él vidas ajenas que respalden su decisión, la justifiquen y anulen al cabo su soledad. La literatura es también un instrumento para suplir los huecos deficitarios de la vida.