Rosebud
Es decir que estuvo suficientemente solo bajo la rama de un arce.
Levantó los ojos, los bajó, con infinita insistencia.
Se privó de todo.
Y cuando levantaba la vista veía: el arce
-una palabra-; humo, una nube amarilla.
Y cuando bajaba la vista veía una mata de pasto aplastada.
Donde habitaban unas moscas grises.
El hecho finalizó hacia la primavera de 1956.
Cuando presentó su experiencia a los mayores,
Ellos entendieron que el chico volvía de la guerra de guerrillas
porque en realidad no dijo una palabra.
“Este chico hablará el día del Juicio”, dijo la abuela,
pero se equivocaba.
Aquella permanencia bajo el arce –una palabra-
Había sumido al chico en esta reflexión:
“Tengo la potestad de irme de las palabras,
lo que significa lisa y llanamente irme.
Y, de permanecer bajo el arce –una palabra-
No puedo decir nada, puesto que soy un chico bajo el arce”.
No había que entender que aquello significara nada.
Excepto que el chico estaba bajo el arce, definitivamente
perdido para los significantes,
en una eternidad que carecía de sentido.
Unas pocas cosas más. Cuando hablo de la solución que encuentra Aulicino frente a la poesía hegemónica del sesenta, estoy hablando sólo de uno de los lados del fenómeno poético. Por suerte, una nación no tiene una sola voz (y también por suerte, la idea misma de nación pura se va haciendo trizas en favor de una poesía mestiza, cruza de voces y estilos). Lo que sí queda claro es que para la poesía de Jorge Aulicino, es vital desprenderse del lastre de las que para él sí funcionaban como influencias. Parece algo que hasta tiene características de destino: es la misma poesía, sin nombres propios, la que intenta cambiar de piel y expandir su sensibilidad mediante otros recursos. Como si agotada de decir, mutara para permanecer. Nótese en este caso como el verso “ellos entendieron que el chico volvía de la guerra de guerrillas” la parte final (“guerra de guerrillas”), tan utilizada en los sesenta, se vacía de significación y es puesta nuevamente en el concierto de significantes pero, ahora, ansiando por un nuevo sentido.
Rosebud, en su brevedad lacónica, también tiene eso que Joseph Brodsky denominaba como la ingeniería esencial del artefacto. El poema, rodeado de los márgenes en blanco, como un avión en el aire, está sujeto a la misma presión que estos gigantes de los cielos: si falla una pequeña tuerca, todo se puede venir abajo.
Y para que levante vuelo, hay piezas y piezas. A mí, el verso: “El hecho finalizó hacia la primavera de 1956”, me parece central. ¿Por qué? Porque en un poema concebido como una caja china, donde la historia parece quedar abolida de golpe en función de una “enseñanza final, atemporal”, este verso, el efecto de fecharlo, lo enrarece aún más. ¿Por qué 1956? ¿Para qué le importa a la voz que narra contar el día exacto en que finalizó la permanencia bajo el arce?
Del viejo coloqialismo de los sesenta sólo quedan frases como “Este chico hablará el día del jucio”, que anota la abuela, justo la persona más vieja, la que vio pasar la Historia con mayúscula. El chico, en cambio, cuando toma la palabra, repite un mantra linguístico que produce el engaño de que el poema avanza hacia su fin. Nada más alejado de la verdad. Rosebud se convierte así en el corazón de Paisaje con autor, un clásico de nuestra poesía.
En el verano del año 2000 pasé una temporada en Saigón. Había un chico que venía siempre al restaurant donde íbamos con mi mujer. Haciendo gestos con la mano, metiéndosela en la boca como si fuera un sandwhich, me pedía comida. Era un chico vital de unos seis o siete años cuya cara dejaba percibir un pequeño retraso. Yo lo encontraba vagamente familiar pero no lograba saber a quién me hacía acordar. Estábamos en un país que había peleado varias guerras y que había vencido a los imperios colonialistas más poderosos. Por la vereda donde a veces se cruzaba este chico corriendo, picoteando de un bar a otro, a veces aparecían americanos tullidos que habían elegido vivir ahí después de la guerra. Una guerra siempre presente como souvenir. Con el correr de los días percibí que el chico no hablaba. Se manejaba con gestos. Entonces me dí cuenta de dónde lo conocía. pág,47
Todos los ensayos bonsái. Fabián Casas.