No le interesa a Larraín la iglesia de la luz, de la entrega y del sacrificio. Es esa otra iglesia que, como organización, se ve envuelta en las tinieblas. Una iglesia cobarde que guarda las miserias bajo la alfombra y las ignora. La misión de El club es levantar la alfombra. Aunque no estamos ante una investigación ni una denuncia periodística; ni es una propuesta realista ni lo quiere ser. Es una acusación, efectivamente. En toda la regla. Una acusación cargada de reproches, como no podía ser de otra manera viniendo de Larraín, candidato al Oscar por No, una denuncia del régimen de Pinochet. Habla El club de unos sacerdotes que viven en comunidad en un pueblo perdido de la costa chilena. Viven una vida retirada y cómoda, mantenidos en secreto, ocultos, hasta que un elemento extraño, ajeno a ellos, evoca los fantasmas del pasado.
El club es un filme complejo, que se mueve en una zona de penumbra ética y moral. Allí donde las ovejas del señor acaban tiznadas de negro, como un mismo decía de ella en pasado festival de Berlín, donde el filme de Larraín se alzó con el Gran Premio del Jurado. Si fuera un anuncio, diría: "El club: casa en el infierno con vistas privilegiadas al cielo. Muchas posibilidades".
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