En Qué difícil es ser un dios, los hermanos Arkadi y Boris Strugatsky, cuyo Picnic junto al camino inspiró Stalker(1979) de Andrei Tarkovski, convirtieron en perdurable materia literaria los desvelos de un historiador terrícola, observador en un planeta extraterrestre anclado en una perpetua Edad Media. En los tormentos interiores de ese protagonista obligado a no intervenir en una realidad oscura se podía leer una clara metáfora del dolor del intelectual atado de pies y manos bajo un estado totalitario.
En 1989, para desesperación de los Strugatsky, que siempre soñaron con una adaptación firmada por el radical Aleksei German, el alemán Peter Fleischmann llevó la novela a la pantalla en El poder de un dios, una superproducción tan aparatosa como académica que los escritores se encargaron de repudiar públicamente. Ni los Strugatsky, ni el propio director de la película han vivido para verlo, pero, finalmente, el sueño de los autores —y (casi) el titánico proyecto de una vida para German: un proceso creativo de trece años— es, finalmente, una realidad: con sus cerca de tres horas de exigente metraje, Qué difícil es ser un dios, con la imponencia de documento hallado entre las ruinas de un pasado remoto, avasalla al espectador y demuestra la vigencia del mensaje del libro, escrito en 1964, en unos tiempos en los que, como en una versión de andar por casa del protagonista, cualquiera puede seguir en tiempo real el avance de una nueva Edad Oscura contemplando un telediario.