Wim Wenders es uno de los directores que más partido saca
al espacio físico en el que se desarrollan sus historias. Nadie es inmune a la
potencia que consigue con esos paisajes abiertos de desiertos o de autopistas
entrelazadas, o el contraste entre "la agresiva verticalidad de Houston
frente a la inmensa horizontalidad de Los Ángeles" (1),
o los sórdidos escenarios de peep-show en la soberbia París, Texas
(id, 1984); las bibliotecas y las azoteas de Cielo sobre Berlín (Der
himmel über Berlin, 1987); las forestas urbanas de El amigo americano (Der
amerikanische freund, 1977) o los hoteles y las salas de espera en la que
ahora nos ocupa. Sus películas se recuerdan e identifican a menudo por esos
espacios tan concretos, tan personales, tan descriptivos. Esos espacios que nos
trasmiten, no sólo el espíritu de los personajes que los habitan, sino también
la actitud del mundo hacia ellos. Se nota el interés de Wenders por la
arquitectura, no solo de edificaciones, sino de caracteres y sentimientos. En
la primera parte de su filmografía, la mejor sin duda, Wenders asocia, y así
queda reflejado en nuestra consciencia, lugares y personajes como dos
manifestaciones de una única realidad.
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